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domingo, 26 de marzo de 2017

Mi balneario










          Así, como mirar el mar. Tantas cosas moviéndose y haciendo ruido. Me dijeron que iba a hacerme bien. Yo no quería venir, en realidad nunca me gustó el mar, tampoco me gusta la ropa de playa. Por eso me visto así, para que no piense el señor océano que vine para quedarme. Yo de acá me voy a ir apenas me ponga bien, mis juguetes me esperan.
Las piedritas me hacen doler los pies si camino descalza, no sé por qué hay tanta gente corriendo, se pueden pinchar. Sus mamás seguro no los retan por andar por ahí y encima vestidos sin sus trajes de baño.
 Lo único que me gusta es la arena mojada, ese cosquilleo en los tobillos de cuando los pies están hundidos. Las nubes blancas como un guardapolvo todo lo dicen, mil formas se hacen en su acolchonada forma (o al menos me las imagino super esponjosas como el futón de la vecina). El brillo segador de una luz que enceguece es el aviso para despertar.
 El viaje es larguísimo encima ¡Por favor! No entiendo cómo les puede gustar venir acá y siempre la misma excusa “te vas a poner bien” y si, pero si estás muy cerca de la costa la marea te empuja, y si te agarra desprevenida ¡Zas! Te vas al piso de un tirón y te lastimas.
 Ah pero los colores, esos si me gustan, no sé dónde se compran o si son gratis  pero siempre que voy a ver el mar hay unos nenes grandulones que me hacen recordar que hasta en el mar hay colores. Están en todas partes, ni siquiera hay que buscarlos porque pareciera que vienen con cada uno de nosotros.
 Cuando llego lo primero que hago siempre es mirar al fondo, me imagino como si fuera una pieza y yo espío por el huequito que hay entre la puerta y el marco. Tantas cosas puede haber allá al fondo, supongo que me gusta pensar que no sé qué es lo que hay allá atrás pero una vez viaje en barco. Puedo jurar que lo peor de eso no son las náuseas.
 En el momento en el que estaba arriba del barco fue cuando me di cuenta que la playa no era tan fea, que no era lo peor de todo. Después de todos los grandulones estaban ahí, pero supongo que no tendrían plata para un crucero porque se la gastan todas en burbujeros y sombreros.
 Ahí en el barco conocí la soledad, pero es otra, no es como cuando me mando una macana y termino en mi pieza sin Hora De Aventura o Clarence. Acá está lleno de gente pero no hay nadie que me acompañe. Siento sus manos pero no saben ni como me llamo.
 Lo único que quiero ahora es volver a casa y contarles a mis amigos de esos arlequines y magos, o todas esas cosas que son, creo que les voy a decir alegría. Mientras escribía esto me di cuenta que hay algo que odio más  que todo lo que ya les dije, me molesta mucho que mi mama use la palabra hospital.

1 comentario:

Las historias no terminan cuando llega el punto final, siguen en los comentarios o cuando se sientan identificados con alguna de las acciones y las reproduzcan en sus círculos sociales.